Te di por sentado
Y no te he olvidado. No lo he superado. No ha pasado el dolor con el tiempo. Y escribo esto sabiendo que no utilizo las palabras correctas, pero sí las que más se aproximan a lo que siento. Porque no se olvida a alguien que muere, lo sé, pero es que me he descubierto a mí misma pensando que a estas alturas, al menos, sí se habría apaciguado el dolor que sentí con tu marcha.
Y en su lugar me encuentro intentando organizar mi vida y sorprendiéndome de la huella tan profunda que los últimos días que pasé a tu lado han dejado en mí. Sabía que te quería, pero de esa manera en la que se da por supuesto sin llegar a sentir. Simplemente sabes que quieres a alguien porque así ha de ser y llegado el momento, te golpea la realidad de un sentimiento que dabas por supuesto, pero que ahora si intentas recordar, nunca tuvo la fuerza que se le presuponía.
Una nieta quiere a su abuela, aunque ésta no sea especialmente cariñosa ni tuviese preparada siempre una palabra o gesto de afecto, la quieres porque así es, ¿no? Aunque pasen días sin visitarla, bien por dejadez, por falta de tiempo, o porque la última visita llena de reproches y miradas o palabras ariscas hacen que sea fácil encontrar una excusa. Busco en mis recuerdos de infancia y me resulta difícil encontrar imágenes tuyas sonriendo, o abrazos y besos fuera de momentos señalados. Aunque sí es cierto que el paso del tiempo, la marcha del abuelo y de su casi constante sonrisa y expresión placida, y sobre todo, la llegada de unos bisnietos cariñosos que veían perplejos como en cada visita te habías marchitado un poco más, te convirtieron en alguien diferente, menos “gruñona” por decirlo de alguna manera.
Los avisos fueron llegando. Te apagaste de una manera escandalosa que no supimos apreciar, porque aunque tu cuerpo siempre robusto y fuerte empezaba a empequeñecerse, tu genio continuaba siendo el mismo, y eso no nos dejaba ver que poco a poco te ibas marchitando. Visitas al hospital, pequeños y breves ingresos de los que siempre volvías, aunque en cada uno de ellos la vida te iba quitando algo. Andar ya no te resultaba fácil y sin la muleta llegó a ser casi imposible, ese maldito ascensor que nunca terminó de llegar te dejó encerrada en casa los últimos años de tu vida. Casi ni fui consciente de dejar de verte por la calle, sentada en un banco o caminando despacio hacia el portal, y cuando lo fui, no valoré la importancia de lo que había pasado. Sabía de los cambios en tu vida, pero me limitaba a registrar esa información y despojarla de sentimientos. Cuando los últimos días, sentada en una silla al lado de tu cama, en el hospital, pensaba en ello, la vergüenza y la culpabilidad me hundían en el asiento y me obligaban a bajar los ojos, aunque no hubiese nadie a mi lado para reprocharme nada. Ni siquiera tú, que habías comenzado a caminar por un mundo que solo te pertenecía a ti, en el que tus realidades se entremezclaban y convivían de una manera que a los demás se nos escapaban.
Ahora que no estás creo que todo ha sido por lo mismo, y es que siempre te di por sentado, siempre ibas a estar ahí, y aunque supiese que en algún momento morirías, no lo sabía de verdad, porque esa es una realidad que no reconocemos hasta que nos golpea. Y verte buscar mi mano con esa necesidad de consuelo hizo que me diese cuenta, demasiado tarde, de lo humana que eras. Si algo me ha marcado, ahora sé que para toda la vida, fue ver a esa gran mujer, de carácter y genio único, capaz de cuidar de 9 nietos tras una vida de trabajo duro constante, esa mujer chapada a la antigua que a pesar de llevar tantos años viviendo en la ciudad era incapaz de dejar de regir su comportamiento y el de su familia por el qué dirán de su pueblo, perdida, asustada y sobre todo vulnerable. Esa mirada desorientada, esa necesidad de cariño y compañía me impresionó de tal manera, que hizo que mi vida se detuviese aquellos días. Olvidé completamente discusiones o palabras hirientes y solo me senté a tu lado, te agarré la mano y decidí acompañarte cada minuto. Mi error fue decidir que a partir de aquel momento no volvería a dejarte sola, que cuando salieses del hospital estaría a tu lado para que el cambio de vida que te supondría ir a una residencia y dejar tu casa fuese menos duro. Me equivoqué porque volví a darte por sentado de nuevo. Era extraño entrar en tu habitación y verte sonreír cuando oías mi voz «¿Qué tal hermosa?» «Mi Amaya, ha venido mi Amaya». Era extraño verte sonreír.
Llegaste a conocer la residencia y guardaré siempre en mi recuerdo las pocas veces que pude sacarte a pasear en la silla de ruedas, ver cómo cerrabas los ojos bajo el sol, llevarte de nuevo a una iglesia, oírte decir que habías desayunado chocolate con churros o que cuando te pusieses buena ibas a comprarme un vestido de esos bonitos y modernos que habías visto en una revista… La tarde que me dijeron que habías vuelto de nuevo al hospital no me sorprendí, no sé por qué, pero no lo hice, tal vez porque en el fondo a pesar de todas las cosas que pensaba hacer contigo, sabía que no nos quedaba tiempo. Esos días fueron días muy duros en los que te vi sufrir demasiado, en los que la impotencia y la pena lo llenaban todo, pero había momentos de extraña y reconfortante paz en los que mirabas desconcertada «Niña» «Qué abuela» «No sé…» y no sabías, había algo en todo aquello que no encajaba, ¿verdad abuela?
Ni siquiera el anuncio de que tan solo quedaban horas me hizo ver la realidad. ¿Horas? No, que va. Claro que iría a sentarme a tu lado y estaría cuando te despertases, y volveríamos a la residencia y te cogería la mano todas las veces que necesitases. ¿Horas? No.
«Hola hermosa» «Mi Amaya» «¿Estás cansada abuela…?» «Sí…» «Descansa, duérmete abuela, descansa…»
Fueron horas, y esa la última vez que hablé contigo, y estuve a tu lado todo el tiempo que pude, viéndote dormir, viendo cómo te apagabas, hasta que me di cuenta de que no quería verte marchar, no podía verte marchar, te besé en la frente antes de despedirme por última vez y de madrugada te dejé rodeada de tus hijas e hijo. El mensaje llegó pocas horas después, ya no estabas, y yo me sentía más vacía, aún me siento así. Me sorprendo a mí misma llorando al ver tu número de teléfono en la agenda del móvil, las ventanas de tu casa cerradas o haciendo galletas de más para llevarte alguna…
¿Por qué escribo esto? No lo sé. Tal vez egoísmo, tal vez la necesidad de vaciar todo el dolor que tengo dentro, sacarlo fuera, o expiar mi culpa, releer mis palabras e intentar convencerme de que aquellos años, una vez pasada la infancia, no fui tan mala nieta, porque al final estuve a tu lado… Que absurdo. Puedo intentarlo, pero sé de antemano que jamás dejaré de sentir esa vergüenza por las veces que no estuve, por las veces que te olvidé. O tal vez, mi verdadero motivo sea hacer que aquellos que están a tiempo y son como yo era antes de que te marchases, despierten y no den nada por sentado. Vamos a pensar que ese el verdadero, por lo menos un momento, y puede que sí que lo sea, realmente no tiene tanta importancia.
Me despedí, o eso creía al menos, pero no lo hice, no es posible hacerlo porque no te has ido, hay tanto de ti en mí, a mi alrededor, que jamás marcharás del todo. Me gustaría decirte un par de cosas, puede que eso no quedé bien, que lo correcto sería decir que tengo muchas cosas que decirte pero no sería verdad y tú lo sabrías y no te gustaría, así que allá va.
Te quiero abuela, no de esa manera vacía y rutinaria en la que me había acomodado. No, ahora sé que te quiero desde dentro, reconociendo lo bueno y lo malo que hay de ti en mí y aceptando que el pasado no se puede cambiar, que fuiste muy dura con todo aquel que te rodeó, pero que dentro de ti también estaba esa mujer, que cada día que pasó en ese hospital esperaba impaciente verme llegar y sonreía mientras me apretaba la mano. Echo de menos levantar la vista y verte sentada en tu pequeño balcón, mirando hacia la calle pero sin ver realmente, sin vernos pasar… Siento haber dado por sentado que siempre estarías ahí.
Descansa hermosa.